lunes, 1 de julio de 2019

Gestión reputacional. Una cuestión de valores


En mis años como profesional en todo lo relativo a la comunicación empresarial y el marketing digital me he encontrado, entre bambalinas y en conversaciones propias de pasillo, muchas veces con la siguiente afirmación: “Tenemos que cuidar la reputación si queremos vender nuestros productos y servicios”.
  
¿Es esto cierto? Desde un punto de vista estadístico y científico, es una evidencia fácilmente contrastable. Las empresas que cuidan su reputación -ya sea en el ámbito digital o no- y tienen una relación con sus clientes basada en la transparencia, suelen gozar de un buen posicionamiento y, por ende, mejoran sus resultados comerciales. Por el contrario, las que descuidan este aspecto, sufren grandes problemas en cuanto a la percepción pública de su imagen o se quedan en el camino.  

Eso no quiere decir que esté alineado con esta afirmación, que asocia la gestión de la reputación a una necesidad puramente comercial, tras la cual gravitan todas las acciones de la empresa. Es obvio que las empresas necesitan acciones que salvaguarden su cuenta de resultados, pero también que trabajar la reputación es mucho más que eso. 

La gestión de la reputación tiene que ver con nuestra manera de estar en el mundo, como empresa, como corporación, como conglomerado de personas que trabajan por un proyecto común. Al fin y al cabo, nuestra actividad profesional es parte de nuestra vida, que se desarrolla en un mundo en continuo proceso de cambio, donde suceden hechos de calado histórico que nos invitan a reflexionar en comunidad.  

Las organizaciones no son impermeables a una realidad donde la falta de oportunidades, la desigualdad, la gentrificación, las condiciones laborales o el auge de la intolerancia preocupan a la población. Si las comunidades digitales se muestran sensibles es porque son personas las que la conforman, del mismo modo que son personas las que conforman las organizaciones. Por eso, hoy en día, empresas y usuarios se encuentran tratándose de igual a igual en las redes sociales y demás canales de comunicación. Se ha producido una humanización de las empresas, del mismo modo que las marcas personales de cada una de nosotras han adquirido mayor relevancia y son consultadas por las empresas a la hora de atraer talento para conformar sus equipos. 

Definir cuáles son los valores fundacionales de tu personalidad corporativa, y su proyección hacia dentro y hacia fuera, es esencial para entender cuál será más tarde tu presencia en la red. Los valores compartidos con la sociedad serán así el motor de sus políticas de reputación y el primer eslabón para superar una crisis llegado el caso. En esencia, me refiero a que la gestión de la reputación no debería responder a un modelo reactivo -basado en la resolución de conflictos e incidencias-, sino proactivo -basado en la implantación de una personalidad corporativa y las líneas maestras para interactuar en la red-. Así, el empresario preocupado por su reputación online debería preocuparse primero por cómo le gustaría ser percibido, y actuar en consecuencia, articulando sus recursos en esa dirección. 

Una gestión reputacional proactiva otorgará, además, un sello de autenticidad, cercanía, credibilidad y, por qué no decirlo, simpatía hacia tu organización. Y a nivel interno, identificación, afinidad, fidelización y sentido de la pertenencia. Creará engagement y embajadores de marca tanto fuera como dentro de tu organización.

Desde el mismo momento que fomentas el trabajo desde la honestidad, el respeto, la solidaridad y la tolerancia, estás sembrando los pilares de tu reputación corporativa. Y esos pilares son más resistentes que una simple cuenta de resultados. La gestión reputacional proactiva es también la mejor gestión preventiva de crisis en la red. Trabajarla hoy, es sembrar un mejor mañana. 







Escritor y Social Media Manager.


domingo, 12 de mayo de 2019

Campañas moleculares: otra forma de comunicación territorial

Hace unos cuantos años -más de diez, menos de veinte- nos sorprendimos cuando, por primera vez, alguien nos habló de la necesidad de “gestionar las conversaciones”. Eso, que hoy es el pan de cada día de cualquier community manager, era toda una novedad para nosotros, inmigrantes digitales, con un concepto de comunicación vertical, unidireccional, centrado en el emisor.

Por años, ese concepto fue ganando espacio hasta naturalizarse. Hoy nadie imagina una campaña de ningún tipo sin un uso inteligente de las redes sociales, que no son otra cosa que enormes conversódromos. Un efecto bastante estudiado del uso masivo de los medios sociales es la caída de los medios masivos tradicionales: caen sus audiencias, caen sus facturaciones publicitarias, cae también su prestigio frente a públicos más desconfiados.

Sin embargo, otro efecto, casi simétrico, no ha sido abordado: el valor creciente que los sujetos le otorgan a la opinión de sus pares, a los intercambios y conversaciones cotidianas como creadoras de sentido y formadoras de corrientes de opinión.

En el plano estrictamente político -aunque el concepto podría reformularse para el mundo corporativo-, hay fuerzas que disponen de grandes cantidades de militantes o voluntarios, pero no los incorporan a su estrategia de comunicación -salvo para repartir volantes-, no los briefean y, en consecuencia, permanecen como un activo de gran potencial no aprovechado.

Este descubrimiento dio lugar, primero, a una hipótesis, que luego se convirtió en trabajo de campo en Argentina –más específicamente en la provincia de Buenos Aires, la de mayor densidad demográfica- y, tras tres años de rodaje y experiencia acumulada, a un libro. “Campañas moleculares” (Ediciones Ciccus, Buenos Aires), relata una experiencia a la vez que plantea un concepto de comunicación política, que podría extenderse a distintas realidades de distintos países, regiones y ciudades, si se le hicieran en cada caso los ajustes necesarios, con equipos de campaña binacionales.

¿Cómo se encara este tema? En primer lugar, con talleres de formación, condición necesaria pero no suficiente. El objetivo puede ser electoral o la defensa de una política pública nacional, provincial o local. Así como se planifican la prensa, la presencia en las calles, la obtención y manejo de recursos económicos y las conversaciones en territorios digitales, debe abordarse el tema de las conversaciones en el territorio físico.

Esto implica tanto qué decir en cada circunstancia, cómo qué no decir, entrenar la escucha, conocer los principios básicos de la comunicación no verbal y las principales preocupaciones e intereses de cada franja del electorado. Esta práctica, relativamente novedosa, tiene al menos dos ventajas evidentes.

Uno, la credibilidad. Los que construyen los mensajes, dialogan e intercambian con el elector son sus pares y esta condición es fácil de comprobar: viven en los mismos barrios, compran en los mismos comercios, son caras conocidas, parte del entorno.

Dos, la experiencia de cada militante, tanto en la formación como en la práctica posterior, es acumulativa y va dejando capacidad instalada. La formación pone en marcha un proceso que luego puede continuar de forma autónoma. 

Si se le agrega un buen software específico, se puede realizar seguimientos, compartir buenas prácticas, confeccionar reportes estadísticos, etc. En un contexto de campaña, la inversión es irrisoria comparada con medios, cartelería y demás ítems sobre los que no siempre podemos calcular resultados.

Como toda novedad, toma tiempo asimilarla. A veces se generan resistencias, pero son transitorias. Ya nos ocurrió con Facebook, Twitter y Whatsapp, por citar algunos ejemplos cercanos.


Gastón Garriga
Licenciado en Comunicación Social (UBA), Titulado Máster DCEI 9ª edición y Posgraduado en Comunicación Política (Flacso). 
Miembro fundador de Grupo Nomeolvides y coautor del libro “Campañas moleculares”. 
Twitter: @gaston_garriga

miércoles, 13 de marzo de 2019

25 Aniversario Máster DCEI


La efeméride lo merece. Hagamos memoria.
La iniciativa del DCEI partió del visionario profesor Pere Soler a quien dedicamos este escrito. Él fue sensible a las necesidades de las empresas en tiempos de mudanza y a la oportunidad del momento. El DirCom surgió con el cambio de ciclo, que se venía fraguando insensiblemente en diferentes países europeos. Síntomas dispersos que fueron transformándose hasta que a mitad del siglo pasado el cambio se hizo evidente.
Fue el final traumático de la Revolución Industrial, que fue sustituida por la Revolución Científica de 1948, impulsada por la cibernética. Así, la cultura material y de producción, características del industrialismo que había predominado durante más de dos siglos y era el motor del sistema económico, llegó a su fin. La cultura material fue reemplazada por la cultura inmaterial, los bienes de consumo sustituidos por los servicios, y la producción por la gestión. Todas esas novedades presentan un inédito denominador común: intangibles. El nuevo paradigma ya estaba aquí, subterráneamente, aunque las empresas no fueran conscientes de ello.
Las causas de esa Gran Mutación llegaron por dos frentes distintos y coincidentes. Del entorno (cambio de ciclo, paradigma tecnocientífico, informática, derechos humanos). Y de las empresas (fragmentación, autoritarismo, explotación de los obreros sin derechos, declive del modelo tradicional). La incidencia de ambos fenómenos en la vida de las organizaciones puso a la vista nuevas problemáticas, más relacionadas con las personas y con las ciencias sociales, como la comunicación y las relaciones humanas, que con los problemas tradicionales polarizados en la producción, la venta y la administración.
Sin embargo, en aquel clima de desconcierto, lo que llamó la atención de las empresas fue el impacto de la televisión. Tanto por la innovación que representó poder ver el mundo desde casa y en directo, como porque la publicidad descubría un nuevo filón con el aumento de la notoriedad y de las ventas. La TV absorbió los medios impresos, radiofónicos y exteriores y los integró en un “aparato mediático”; imperio de los media masivos liderado por el audiovisual a distancia. Por esta vía, llamada desde entonces en conjunto “medios de comunicación”, la Comunicación apareció como el nuevo fetiche. Y los empresarios acudieron a las universidades en demanda de formación en una nueva disciplina: director de comunicación. Las facultades de Comunicación y de Periodismo, que empezaban a asumir las teorías de la comunicación y la información, debían formar los nuevos directivos. Y fue así como la UAB asumió el reto.
¿Por qué los directivos acudieron a la universidad y no a las escuelas de economía y empresa, de marketing y publicidad o a las escuelas de negocios? Porque el sentido común les decía que, lo que necesitaban era otra cosa, algo nuevo, que no tenía nada que ver con los métodos y técnicas habituales.
Ciertamente, el paso de la producción material a la gestión implicaba una perspectiva bien diferente. Con la triple gestión del colectivo interno, de las nuevas tecnologías y de los activos y valores intangibles. En primer lugar, el resurgir de los servicios situó a las personas en la frontera de la empresa con el público, el mercado, la sociedad: el servicio son las personas. Lo cual coincidió con la gestión de los grupos y líderes internos que el sociólogo y matemático vienés Jacob Levi Moreno había iniciado en los años veinte con el nombre de sociometría, y que medio siglo después, el ingeniero en organización, el francés Vincent Dégot, con el equipo de la sueca SCOS impulsó a partir de la etnografía, el concepto de cultura de empresa. La idea de cultura aplicada a las organizaciones cristalizó en 1979, cinco años después que se había puesto en marcha el proyecto pionero en el mundo de los servicios: el gran cambio del banco centenario y primero de México, Banamex. Ese trabajo fue establecido sobre tres pilares: management, marketing y comunicación al unísono. Y puede considerarse la “semilla del DirCom”, en palabras del propio creador del Master DCEI, Pere Soler. Fue a propósito de esta experiencia personal mexicana que él me invitó a incorporarme a nuestro Master.
A lo largo de esos 25 años, la filosofía y el perfil del DirCom no sólo se ha consolidado (en 2010, nueve de cada diez empresas disponían de un Departamento de Comunicación, y el 89% de los DirCom definían la estrategia de comunicación), sino que ha abierto nuevas y mayores responsabilidades. Si en 1994, el DirCom vino a dirigir y gestionar las comunicaciones integrándolas y reforzando así la imagen de la empresa, pronto integró también las comunicaciones internas. Extendía así la estrategia comunicacional a la dimensión corporativa.
En 2010, el 75% de los DirCom ya dependía del primer nivel ejecutivo: Presidente, CEO, Director General. En la actualidad esa dependencia se ha generalizado centrada en el CEO. Era lógico que si la estrategia comunicacional alcanzaba el interior y el exterior de la organización, la consciencia de comunicación impulsada por el propio DirCom comprendiera la necesidad de incorporar la comunicación al ámbito del management. Así, la comunicación se ha insertado en el corazón mismo de la estrategia corporativa, y con visión de largo plazo.
El nuevo DirCom es el Ejecutivo Estratega Global. Consultor estratégico interno para la toma de decisiones del CEO, del Consejo de Administración y del Equipo Directivo. La responsabilidad del DirCom, hoy, abarca la gestión de activos y valores intangibles, desde la Identidad y la Cultura -que son el nudo central de la diferencia competitiva no copiable- hasta la Imagen pública, la Reputación corporativa, la Transparencia, la Marca corporativa y la Responsabilidad Social. A lo que se incluye, cada vez con más fuerza, la Innovación y la gestión de proyectos.
Es un hecho evidente que en 25 años han cambiado infinidad de cosas. Otras, al contrario, permanecen y se han hecho más fuertes, como la transición de una sociedad “de consumo” en el pasado reciente, a una sociedad del conocimiento. Ya en el año 1620, Francis Bacon afirmaba “El conocimiento es poder” en su libro El nuevo instrumento.
Yuval Noah Harari, ha escrito en su Sapiens (2011): “La economía mundial se ha transformado de un sistema basado en cosas materiales a una economía basada en el conocimiento. Antes, las principales fuentes de riqueza eran bienes materiales, como minas de oro, campos de trigo o pozos de petróleo. Hoy, la fuente principal de riqueza es el conocimiento. Y si puedes conquistar pozos de petróleo con una guerra, no puedes conquistar conocimiento así”.
El nuevo reto es la Inteligencia Artificial. El big data es un artefacto hipercomplejo para grandes corporaciones, pero relativo para el uso de la mayoría de las empresas y las pymes. Los expertos en inteligencia artificial saben que los robots tienen sus límites; que se puede clonar el hardware del cerebro humano, pero no el software. Las computadoras no saben ni entienden lo que es la intuición, la empatía, la emoción... y el liderazgo es el dominio inteligente de esos sentimientos. Las decisiones tomadas sólo en base de datos numéricos no sirven para movilizar energías, emprender y liderar equipos. Conocimiento, Innovación, Humanismo son los signos de los nuevos tiempos.

Joan Costa
Comunicólogo, diseñador, sociólogo y profesor universitario.
Dr. Honoris Causa por la Universidad Jaume I, la Universidad Siglo XXI de Argentina y la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, UPC de Lima.
Profesor colaborador Máster DCEI