Hace unos cuantos años -más de diez, menos de
veinte- nos sorprendimos cuando, por primera vez, alguien nos habló de la
necesidad de “gestionar las conversaciones”. Eso, que hoy es el pan de cada día
de cualquier community manager, era toda una novedad para nosotros,
inmigrantes digitales, con un concepto de comunicación vertical,
unidireccional, centrado en el emisor.
Por años, ese concepto fue ganando espacio hasta
naturalizarse. Hoy nadie imagina una campaña de ningún tipo sin un uso
inteligente de las redes sociales, que no son otra cosa que enormes
conversódromos. Un efecto bastante estudiado del uso masivo de los medios
sociales es la caída de los medios masivos tradicionales: caen sus audiencias,
caen sus facturaciones publicitarias, cae también su prestigio frente a
públicos más desconfiados.
Sin embargo, otro efecto, casi simétrico, no ha
sido abordado: el valor creciente que los sujetos le otorgan a la opinión de
sus pares, a los intercambios y conversaciones cotidianas como creadoras de
sentido y formadoras de corrientes de opinión.
En el plano estrictamente político -aunque el
concepto podría reformularse para el mundo corporativo-, hay fuerzas que
disponen de grandes cantidades de militantes o voluntarios, pero no los
incorporan a su estrategia de comunicación -salvo para repartir volantes-, no
los briefean y, en consecuencia, permanecen como un activo de
gran potencial no aprovechado.
Este descubrimiento dio lugar, primero, a una
hipótesis, que luego se convirtió en trabajo de campo en Argentina –más
específicamente en la provincia de Buenos Aires, la de mayor densidad
demográfica- y, tras tres años de rodaje y experiencia acumulada, a un libro.
“Campañas moleculares” (Ediciones Ciccus, Buenos Aires), relata una experiencia
a la vez que plantea un concepto de comunicación política, que podría
extenderse a distintas realidades de distintos países, regiones y ciudades, si
se le hicieran en cada caso los ajustes necesarios, con equipos de campaña
binacionales.
¿Cómo se encara este tema? En primer lugar, con
talleres de formación, condición necesaria pero no suficiente. El objetivo
puede ser electoral o la defensa de una política pública nacional, provincial o
local. Así como se planifican la prensa, la presencia en las calles, la
obtención y manejo de recursos económicos y las conversaciones en territorios
digitales, debe abordarse el tema de las conversaciones en el territorio
físico.
Esto implica tanto qué decir en cada circunstancia,
cómo qué no decir, entrenar la escucha, conocer los principios básicos de la
comunicación no verbal y las principales preocupaciones e intereses de cada
franja del electorado. Esta práctica, relativamente novedosa, tiene al menos
dos ventajas evidentes.
Uno, la credibilidad. Los que construyen los
mensajes, dialogan e intercambian con el elector son sus pares y esta condición
es fácil de comprobar: viven en los mismos barrios, compran en los mismos
comercios, son caras conocidas, parte del entorno.
Dos, la experiencia de cada militante, tanto en la
formación como en la práctica posterior, es acumulativa y va dejando capacidad
instalada. La formación pone en marcha un proceso que luego puede continuar de
forma autónoma.
Si se le agrega un buen software específico, se
puede realizar seguimientos, compartir buenas prácticas, confeccionar reportes
estadísticos, etc. En un contexto de campaña, la inversión es irrisoria
comparada con medios, cartelería y demás ítems sobre los que no siempre podemos
calcular resultados.
Como toda novedad, toma tiempo asimilarla. A veces
se generan resistencias, pero son transitorias. Ya nos ocurrió con Facebook,
Twitter y Whatsapp, por citar algunos ejemplos cercanos.
Gastón Garriga
Licenciado en Comunicación Social (UBA), Titulado Máster DCEI 9ª edición y Posgraduado en Comunicación Política (Flacso).
Licenciado en Comunicación Social (UBA), Titulado Máster DCEI 9ª edición y Posgraduado en Comunicación Política (Flacso).
Miembro fundador de Grupo Nomeolvides y coautor del libro “Campañas
moleculares”.
Twitter: @gaston_garriga